Placilla, 28 de agosto de 1891. Dos mil muertos. Helas aquí el escenario ensangrentado donde “capoto” el proyecto reformista de José Manuel Balmaceda (1886-1891). El fin de la guerra civil “dictaminó” el trágico desenlace del liberalismo chileno. Así quedaba pulverizada la posibilidad de fortalecer un incipiente programa industrial: la modernidad inconclusa por obra de la oligarquización  y su alianza con el monopolio extranjero –el preciado oro blanco de la época. El singular proceso de modernización que tuvo lugar y comprendía un conjunto de iniciativas (acueductos, líneas ferroviarias, liceos de educación gratuita, los primeros telégrafos y todo tipo de obras públicas) llegaba a su fin. Ello sin considerar el patrocinio a las primeras obras por parte de Pedro Balmaceda;  Rubén Darío y las tertulias de palacio.

Ya en el discurso de 1889 el Presidente afirmaba, “Debemos invertir el excedente de la renta [petrolera] sobre los gastos en obras reproductivos para que el momento que el salitre se agote…hayamos formado la industria nacional”.

En un conocido libro, Bernardo Subercaseaux, cita un relato francamente devastador sobre los estragos de las últimas batallas. He aquí un extracto;

“Los andenes de la solitaria estación Central de Santiago, más sombría, más  negra que nunca, se veían –dice- sembrado de camillas y heridos, algunos de los cuales avanzaban penosamente sostenidos por otros soldados. Un soldado del batallón Mulchén, un muchacho, con la boca y las mandíbulas destrozadas y convertidas en un horrible montón de carne del que emergía un gran espumajo sanguinolento, en que se mezclaban las hilas, convertidas en costra, con finísimos tubos de goma, hacía esfuerzos inauditos por hablar….en que acaso palpitaba el nombre de su madre o del pobre hogar donde quería ir a morir” (Historia de las ideas y de la cultura en Chile. Tomo II, p. 14)

A partir de este fatídico episodio, tras acusar recibo de la derrota de las tropas leales al mando del general gobiernista Orozimbo Barbosa, la capitulación ante los intereses ingleses quedaba materializada. Luego Balmaceda se traslado discretamente a la Legación argentina donde encontró protección en manos de un “anónimo” agregado militar de apellido Uriburu -una anécdota allende los Andes. El Presidente lo hizo cautelando con total sobriedad que su destino estaba sellado de antemano y que expiraba el último día de su mandato constitucional. Ahora debía esperar veinte días. Ese era el tiempo constitucional que le quedaba como primera magistratura.

Días aciagos se vivían en la embajada Argentina, por cuanto una vez concluidas las batallas de Concón y Placilla el Presidente presagiaba con agudo pesar el funesto escenario a manos de las fuerzas vencedoras -saqueos, vejaciones y exilios. Esos últimos días, esas últimas horas, se agudizaban por la fisonomía moral de un personaje ­–Don José Manuel, hijo de Doña Encarnación- dispuesto a preservar su investidura como una máxima irrevocable del presidencialismo. El «principio de autoridad» que Mario Góngora ha retratado como la herencia Portaliana. Contra el intento congresista de usurpar las prerrogativas constitucionales, la autoridad presidencial deviene insobornable. En una comunicación a Evaristo Sanchéz  Fontecilla le decía, “Nada puedo esperar para mí, pero entregaré mil veces la vida antes que permitir que se destruya la obra de Portales, base angular del progreso incesante de mi patria”. Balmaceda se redime haciendo de la derrota una opción moral. Una «derrota posible» como reserva moral para los tiempos venideros de la nación. En más de una ocasión hizo una mención sibilina a que la historia de los vencidos es una tarea que solo puede ser descifrada por los tiempos. El gran triunfo en el tiempo no se obtiene sino permaneciendo fiel a sí mismo.

En la Legación argentina el tiempo parece detenido, “la voz corre agazapada por las habitaciones”. Según Felix Miranda, “La puerta de entrada permanentemente cerrada (…) ello indica una casa en que sus moradores se han recluido para escapar del contacto de la calle. Hay sigilo, reserva”. Uriburu marca una presencia ocasional y desarrolla largos diálogos con Balmaceda. Son días cargados de incertidumbre y noches de insomnio en medio de lo cual escribe su testamento político. Pero después de cavilar hondamente sobre todas las opciones posibles, de caminar serenamente por los pasillos de la embajada, escribió sus últimas notas, cargadas de pesar, pero sin perder de vista la altivez del proceso histórico que había protagonizado, ni mancillar una secreta esperanza en la redención de los tiempos. Existe aquí una confianza inquebrantable en el «juicio de posteridad». Una cita secreta con los tiempos. A decir verdad, hay lucidez en él Presidente cuando decide “cerrar por su propia mano el libro de la vida”. A Uriburu le escribe en una carta, “Usted sabe que he desdeñado el camino de la evasión vulgar, porque lo juzgo indigno del hombre que ha regido los destinos de Chile”. En el último recado a su esposa Emilia le pide resignación a nombre de una trascendencia cristiana; “(…) antes de mucho, nos reuniremos todos en un mundo mejor que el que dejo en horas de odios que cubro con el olvido y mi sacrificio”.

A pesar de todos los sucesos acaecidos, el testamento político goza de un incontenible «anhelo de republica». A veces solo la muerte puede preservar la trascendencia de hombres públicos de inquebrantables virtudes cívicas. Cuando la degradación ético-moral se impone en los campos de batalla, cuando la transgresión moral toca nuestras puertas, y nuestros espíritus se envilecen, el suicidio adquiere una magna dimensión ética. Balmaceda estuvo a la altura de su «verdad histórica», su sacrificio replica el daño moral de una élite cortoplacista entregada a los intereses foráneos que mellaba los bienes públicos -el Estado, la  nacionalización de recursos y el itinerario del progreso colectivo. El inconsciente político de la historia de Chile esta gravado por la huella que Balmaceda suscribe  en el umbral de la muerte. De ahí en más representa una «lección ética» para la historia de Chile que surca todo el siglo XX y acosa –cual espectro- las opciones políticas del programa reformista (capa media, Estado, mesocracia, laicización). Se trata de la memoria histórica que acompaña a las opciones seculares.

Así el Presidente mártir se despedía de este mundo por cuanto su vida pública había cesado. La trascendencia requería ser consumada restándose a los intereses suntuarios de una derrota conspicua. Me permito citar un extracto de su testamento.

“(…) no hay que desesperar. Si nuestra bandera, encarnación del gobierno del pueblo ha caída ensangrentada en los campos de batalla, será levantada en tiempos no lejanos y con defensores numerosos y más afortunados que nosotros, flameara un día y para honra de las instituciones chilenas, para dicha de mi patria, a la cual he amado por sobre todas las cosas de mi vida”. Para la inmortalidad el texto culmina con un bálsamo de sutilezas: “Cuando ustedes y los amigos me recuerden, crean que mi espíritu, con todos sus más delicados afectos, estará en medios de Ustedes”. (Santiago, a 18 de septiembre de 1891).

Esta confianza en el “potencial emancipatorio” de los tiempos no es casual, menos la forma en que se materializa el suicidio del Presidente. En la nota enviada a Claudio Vicuña y Julio Bañados, el Presidente advierte con tesón que “El régimen parlamentario ha triunfado en los campos de batalla; pero esta victoria no prevalecerá”. En el manifiesto del primero de Enero afirma con vehemencia, “el régimen parlamentario que sostiene la coalición [congresista] es incompatible con el régimen republicano. El gobierno parlamentario supone un monarca irresponsable, vitalicio y hereditario”. La última noche, la del 18 de septiembre, conversa con el Ministro Uriburu. Le entrega las últimas cartas y se despide. La templanza en esperar el último día de su mandato, la adecuada ubicación de su levita, la correcta colocación de la banda presidencial –primera magistratura de la nación. La profunda significación de poner término a su vida fue resguardada hasta en sus más íntimos detalles. La muerte de Balmaceda compromete la trascendencia por cuanto tiene como tarea restituir un “horizonte de sentido” que ha sido vulgarmente  arrebatado. Un ritual cargado de solemnidad. El nombre de un personaje procaz como Jhon Northon es casi un tropezón domestico –un interés pecuniario por la plata dulce- respecto del bien supremo que debe quedar a salvo.

Después de Placilla se alzaron las oligarquías concupiscentes que administraron el país hasta 1920. Cohecho, prebenda y clientelismo gobernaron el imaginario del centenario hasta capotar en la cuestión social. El espíritu de fronda de la elite chilena fue retratado por Alberto Edwards impugnando con un “terror de alta mar” el frenesí mercantilista de una plutocracia que había secuestrado el denominado Estado impersonal; la decadencia de occidente no se hizo esperar. A la sazón tuvo lugar el movimiento de masas que dio lugar al caudillismo civil de Arturo Alessandri Palma. Para algunos un programa de reformas radicales vio nacer el siglo XX chileno, para otros autores una “revolución preventiva” que domestico una acumulación de demandas insatisfechas dadas las calamidades descritas por él Doctor Valdés Canje. Años después, sobrevino  la consolidación del Frente Popular (1938) y al final del camino padecimos el fracaso de la izquierda reformista en 1973 con tonos similares al suicidio republicano de 1891.

Para el anecdotario, y pese al espíritu de esta nota, es el propio Gonzalo Vial quien de sopetón se ha encargado de subrayar -por obra de los contextos- que el día de asunción de Salvador Allende, un familiar de Don José Manuel llevó hasta La Moneda una edición de su testamento en versión facsímil. Al finalizar el acto, Allende ya distendido en Viña del Mar, reconoció en un plano íntimo que –esa mañana- una de sus mayores satisfacciones fue recibir el testamento de Balmaceda que le había sido obsequiado. Existía una insospechada fijación entre la “opera” de la Unidad Popular (entre la algarabía y el delirio) y la perseverancia en afirmar convicciones en medio del “desenfreno de pasiones” que generaba la vía chilena al socialismo. Algo así como una convicción que debe permanecer firme pese a que no podemos alterar el curso de los acontecimientos. A días del golpe de Estado, y en medio de una tertulia en la casa de Tomas Moro, el General Carlos Prats, le recordaba al Presidente Allende que en  1891 el Ejército había demostrado lealtad al gobierno de turno.

Sin duda, hay afinidades en la estructura discursiva de los discursos finales,  En la parte final del testamento escrito en la embajada argentina, Balmaceda escribe “Cuando ustedes y los amigos me recuerden, crean que mi espíritu, con todos sus más delicados afectos, estará en medios de Ustedes”. Transcurridos casi ocho decenios, Allende sostiene con resignación y sosiego, “Seguramente radio Magallanes será acallada y el metal sereno de mi voz no llegara hasta Ustedes. No importa, me seguirán oyendo. Siempre estaré junto a Ustedes”.

En tiempos de tragedias, agosto de 1891 y septiembre de 1973, en plena caída libre a un precipicio que nunca termina, no es posible un aterrizaje inducido (alunizaje). La catástrofe fue una experiencia aleccionadora para la historia de Chile. Si bien, existe una impronta griega en los sucesos acaecidos, José Manuel Balmaceda fue pionero en depositar confianza en el tiempo histórico. La historia de los vencidos no es igual a una concepción trágica de la historia. Más aún, las “Grandes Alamedas” aún hospedan en los campos de Placilla.