Carta a Claudio Vicuña y Julio Bañados
Transcripcción
CARTA A CLAUDIO VICUÑA Y JULIO BAÑADOS ¹
“Carta que el señor don Eusebio Lillo guardará reservada, y que confío en su honor y lealtad para que la publique en los diarios de Santiago en el acto que yo no esté en el asilo que él sabe. Es necesario que la publique como testimonio explicativo de mis últimos actos”
Santiago, 18 de septiembre de 1891
Mis amigos:
Dirijo esta carta a un amigo para que la publique en los diarios de esta capital y pueda así llegar a conocimiento de ustedes, cuya residencia ignoro.
Deseo que ustedes, mis amigos y mis conciudadanos conozcan algunos hechos de actualidad y formen juicio acertado acerca de ellos.
El 28 de agosto depuse de hecho el mando en el General Baquedano; y de derecho terminó hoy el mandato que recibí de mis conciudadanos en 1886.
Las batallas de Concón y la Placilla determinaron este resultado. Aunque en Coquimbo y Valparaíso había fuerzas considerables, estaban divididas y no había posibilidad de hacerlas obrar eficazmente para detener la invasión de los vencedores.
Con los ministros presentes acordamos llamar al general Baquedano y entregarle el mando con algunas condiciones. Nos reunimos para este objeto con el general Velázquez y los señores Manuel A. Zañartu, General Baquedano, Eusebio Lillo, a quien había pedido tuviera bondad de llamar al general Baquedano en mi nombre.
Quedó acordado y convenido que el señor general recibiría el mando; que se guardaría el orden público, haciendo respetar las personas y las propiedades; que los partidarios del gobierno no serían arrestados ni perseguidos; y que yo me asilaría en un lugar propio de la dignidad del puesto que había desempeñado, para cuyo efecto se designó la Legación Argentina, a cargo del Excmo. Don José Uriburu, decano a la vez del Cuerpo Diplomático, debiendo el general Baquedano prestar eficaz amparo al asilo y a mi persona, y aún asegurar mi salida al extranjero.
Manifesté que en Coquimbo se podían reunir 6.000 hombres, y que en ese momento había en Santiago 4.500, sin contar la policía. Agregué que el sometimiento voluntario de estas fuerzas requería, de parte del general, asegurar condiciones convenientes al ejército que había siempre procedió en cumplimiento de estrictos deberes militares.
Aunque el 28 tuve los medios necesarios para salir al extranjero, creí que no debía excusar responsabilidades, ni llegar fuera de Chile como mandatario prófugo, después de haber cumplido, según mis convicciones y en mi conciencia, los deberes que una situación extraordinaria impuso a mi energía y patriotismo.
Esta resolución se había fortalecido al contemplar la acción general iniciada contra las personas y los bienes de los miembros del partido que compartió conmigo las rudas y dolorosas tareas del Gobierno, y la más grave y extraña de procesar y juzgar por tribunales militares a todos los jefes y oficiales que se han mantenido fieles al Jefe constitucional, y que en las horas de agitación política excusaron deliberar por que la Carta Fundamental se los prohíbe.
Bastará la enunciación de los hechos para caracterizar la situación y producir el sentimiento de justicia política.
El gobierno de la junta revolucionaria es de hecho, y no constitucional ni legal. No recibió al iniciarse el movimiento armado, mandato regular y del pueblo; obró en servicio de la mayoría del poder legislativo, que se convertía también en ejecutivo; y aumentó la escuadra, y formó ejército, y percibió y gastó los fondos públicos, sin leyes que fijaran las fuerzas de mar y tierra, ni que autorizaran el percibo del impuesto y su inversión; destituyó y nombró empleados públicos, incluso a los del poder Judicial, y últimamente ha declarado en funciones a los jueces y ministros de tribunal que, por ley dictada con aprobación del Congreso de abril, estaban cesantes, y han suspendido y eliminado a todo el poder judicial en ejercicio. Ha convocado, al fin, por acto propio, a elecciones de nuevo Congreso, de Municipios y de presidente de la República.
Estos son los hechos.
Entretanto el Gobierno que yo presidí era regular y legal, y si hubo de emplear medidas extraordinarias por la contienda armada a la que fue arrastrado, será, sin duda, menos responsable por esto que los iniciadores del movimiento del 7 de enero, que emprendieron el camino franco y abierto de la revolución.
Si el poder Judicial que hoy funciona es digno de este nombre, no podría hacer responsables a los miembros del gobierno constituido por los actos extraordinarios que ejecutara, compelido por las circunstancias, sin establecer la misma y aun mayor responsabilidad para los directores de la revolución.
Tampoco en nombre de la justicia política se podría, sin grave error, hacer responsables de la ilegalidad a los miembros del Gobierno, en la contienda civil, porque todos los actos de la revolución, aunque hayan tenido éxito de las armas y constituido un gobierno de hecho, no han sido arreglados a la Constitución y a las leyes.
Si se rompe la igualdad de la justicia en la aplicación de las leyes chilenas, ya que se pretende aplicarla únicamente a los vencidos, se habrá constituido la dictadura política y judicial más tremenda, porque sólo imperará como ley suprema la que proceda de la voluntad del vencedor.
Se ha ordenado por la Junta del Gobierno que la justicia ordinaria, la que ha declarado en ejercicio por haber sido partidaria de la revolución, procese, juzgue y condene como reos de delitos comunes a todos los funcionarios de todas las órdenes de la administración que tuve el honor de presidir por todos los actos ejecutados, desde el 1 de enero último. Se pretende por estos medios confiscarles en masa todos sus bienes, haciéndolos responsables como reos ordinarios de los gastos de los servicios públicos; y por los actos de guerra, de disciplina, o de juzgamiento según la Ordenanza Militar, culpables de violencias personales o de simples asesinatos.
Presos los unos, arrestados en sus casas y con fianzas excepcionales para no salir de ellas los otros, ocultos muchos y todos perseguidos, no hay ni tienen defensa posible. Se va a juzgar y a condenar a los caídos, y van a ser juzgados y condenados por sus enemigos de la Junta de Gobierno y por sus enemigos del poder Judicial.
Igualmente, injustificado y doloroso es el proceso universal abierto a los jefes y oficiales que han servido al Gobierno constituido. Si el gobierno legal hubiese triunfado, aún no se explicaría el proceso de los que hubieran sido vencidos y aniquilados, porque eso no sería digno ni político en las tareas del gobierno que corresponden al vencedor. Pero que la revolución triunfante procese y condene a los jefes del ejército que han defendido al gobierno constituido, porque no fueron revolucionarios, y esto tratándose aun de los jefes y oficiales que en Santiago, Coquimbo y Concepción rindieron obediencia al general Baquedano y a la Junta Revolucionaria, y que no han disparado un solo tiro, es todo lo que puede imaginarse de más irregular y extraordinario.
Olvida la junta que ya es gobierno de hecho y que tiene que constituir un gobierno definitivo, y que si pretende aplicar castigos en masa a los jefes y oficiales por que fueron leales al gobierno constituido, socava en sus fundamentos su propia existencia y lanza las huestes de hoy y de mañana al camino de la rebelión en la crisis que puedan producirse por que la organización o el funcionamiento de orden de cosa actual.
Cerradas o destrozadas todas las imprentas en el territorio de la República, por las cuales se pudieran rectificar los errores de apreciación o de hecho que se producen, el Gobierno no ha podido desvanecer inculpaciones diversas y crueles. Conviene por lo mismo dejar constancia de las reglas o procedimientos que formaron nuestra norma de conducta durante todo el período de la revolución. Así fijaremos límites a las responsabilidades.
Las personas que formaron el elemento civil de la revolución, que la dirigieron y ampararon con sus recursos y esfuerzos, fueron inhabilitadas por el arresto, el extrañamiento provisorio o el envío de ellas a las filas del ejército revolucionario. Se procuró evitar en lo posible procedimientos que hiciesen más profundas las escisiones que dividían a la sociedad chilena. La acción del gobierno alcanzó, en realidad, a un número reducido de personas y comprometidos con la revolución.
Los delitos de conspiración, cohecho o insubordinación militar, se han juzgado por la ordenanza únicamente en casos comprobados y gravísimos, pues en la generalidad de los hechos no se ha formado proceso, o se los ha disimulado, o no se han adelantado los procesos iniciados. Pensando el Gobierno en su propia conservación, no creyó prudente comprometer, sin antecedentes comprobados, públicos e inexcusables, la confianza que le merecía el ejército que guardaba su existencia. En cuanto a las montoneras que el derecho de gentes pone fuera de ley y que por la naturaleza de las depredaciones que están llamadas a cometer, habrían sido causas de desgracias sociales, políticas y económicas, se creyó siempre que debían ser batidas y juzgadas con arreglo estricto a las disposiciones de la Ordenanza Militar.
Felizmente, durante siete meses el país se vio libre de esa calamidad. Pero en el mes de agosto y en vísperas del desembarco militar de Quinteros, las montoneras hicieron irrupción en todos los departamentos, desde Valparaíso a Concepción. Aprovechando de las sombras de la noche rompían y destrozaban los telégrafos, llevándose los postes y los alambres; interrumpían la línea férrea, haciéndola saltar con dinamita en muchos puntos a la vez, atacaban y destrozaban los puentes, matando a los guardianes, y los que lograban apresar, como en la provincia de Linares, eran fusilados.
Nunca fue más crítica la seguridad del ejército y de su poder y de necesidad de concentración:
Los jefes de división hubieron de destruir numerosas fuerzas en el cuidado de los telégrafos y de la línea férrea, con grave perturbación de las operaciones posteriores que se desarrollaron tan rápidamente en Concón.
Si las fuerzas destacadas en persecución de las montoneras y el cuidado de los telégrafos y de la línea férrea de la cual dependía la existencia del Gobierno y la vida del ejército, no han observado estrictamente la Ordenanza Militar y han cometido abusos o actos contrarios a ella, yo los condeno y los execro. Estoy cierto de que conmigo los condenan igualmente todos los que contribuyeron a la dirección del Gobierno en las horas peligrosas de la revolución.
Todos sabemos que hay momentos inevitables y azarosos en la guerra, en que se producen arrebatos singulares que la precipitan a extremidades que sus directores no aceptan y reprueban. La trágica muerte del Coronel Robles herido y al amparo de la Cruz Roja; la muerte violenta de algunos jefes y oficiales hechos prisioneros en Concón y La Placilla; el desastroso fin del ministro y cumplido caballero don Manuel María Aldunate, y los desvíos que se aseguran contra la montonera que se organizó en Santiago, prueban que en la guerra se producen, a pesar de la índole y de la recta voluntad de sus jefes, hechos aislados y dolorosos a que todos nos cumple deplorar.
Aunque nosotros no aceptamos jamás la aplicación de los azotes, se insiste en imputarnos los errores o las irregularidades de los subalternos, como si en el territorio que dominó la revolución no se hubieran producido desgraciadamente los mismos hechos.
Bien se yo que sólo en la moderación, en la equidad y en un levantado patriotismo de los conductores del nuevo gobierno, se encontrará la solución de la devuelta a la quietud a los espíritus y al equilibrio social y político tan profundamente perturbado por los últimos trastornos y acontecimientos. Pero después de concluida la contienda, nos encontramos bajo la presión de un régimen implacable, que no asomó siquiera su fisonomía en las horas de contradicción y de batalla.
Saqueadas las propiedades urbanas y agrícolas de los partidarios del gobierno; presos, prófugos o perseguidos todos los funcionarios públicos; sustituido el poder judicial existente por el de los amigos y partidarios de la revolución; procesados todos los jefes y oficiales del Ejército que sirvieron al gobierno constituido; lanzados todos a la justicia, como reos comunes, para responder con sus bienes y sus personas de los actos de la administración, como si no hubiera existido gobierno de derecho ni de hecho, sin defensa posible; sin amparo en la Constitución ni las leyes porque impera , ahora con más fuerza que antes, el régimen arbitrario de la revolución, hemos llegado, después de concluida la contienda y pacificado el país, a un régimen de proscripción que, para encontrarle paralelo, es necesario retroceder muchos siglos, remontarse hasta otros hombres y otras edades.
Entre los más violentos perseguidores del día, figuran políticos de diversos partidos y a los cuales les colmé de honores, exalté y serví con entusiasmo. No me sorprende esta inconsecuencia ni esta inconstancia de los hombres.
¿No se formó en los famosos tiempos de Roma una coalición de partidos y caudillos en que, para asegurar el gobierno, el uno sacrificó a su hermano, el otro a su tío y el principal de ellos a su tutor? ¿No fue degollado Cicerón por orden de Popilio, a quien había arrebatado de los brazos de la muerte con su elocuencia? Todos los fundadores de la independencia sudamericana murieron en los calabozos en los cadalsos, o fueron asesinados, o sucumbieron en la proscripción y el destierro. Estas han sido las guerras civiles en las antiguas y modernas democracias.
Sólo cuando se ve y se palpa el furor al que se entregan los vencedores en las guerras civiles, se comprende por qué en otros tiempos los vencidos políticos, aun cuando hubieren sido los más insignes servidores de Estado, concluían por precipitarse sobre sus propias espadas.
Viendo la terrible persecución de que éramos objeto incesante, formé la resolución de presentarme y someterme a la disposición de la junta de Gobierno, esperando ser juzgado con arreglo a la Constitución y a las leyes, y a defender, aunque fuera del fondo de una prisión, a mis correligionarios y amigos. Así lo anuncié al señor Uriburu, a quien expresé la forma de la presentación escrita que haría.
Pero se han venido sucediendo nuevos hechos, hasta entregarse mis actos, con abierta infracción constitucional, al juicio ordinario de los jueces de la revolución.
He debido detenerme.
Hoy no se me respeta y se me somete a jueces especiales que no son los que la ley me señala. Mañana me arrastraría al Senado para ser juzgado por los Senadores que me hicieron la revolución, y entregarme enseguida al criterio de los jueces que separé de sus puestos por revolucionarios. Mi sometimiento al Gobierno de la revolución en estas condiciones, sería un acto de insanidad política. Aún podría evadirme saliendo de Chile; pero este camino no se aviene a la dignidad de mis antecedentes, ni a mi altivez de chileno y de caballero.
Estoy fatalmente entregado a la arbitrariedad o a la benevolencia de mis enemigos, ya que no imperan la Constitución y las leyes. Pero ustedes saben que soy incapaz de implorar favor, ni siquiera benevolencia de hombres a quienes desestimo por sus ambiciones y falta de civismo.
Tal es la situación del momento en que escribo.
Mi vida pública ha concluido. Debo por lo mismo, a mis amigos y a mis conciudadanos la palabra intima de mi experiencia y de mi convencimiento político.
Mientras subsista en Chile el gobierno parlamentario en el modo y forma en que se ha querido practicar y tal como lo sostiene la revolución triunfante, no habrá libertad electoral ni organización seria y constante en los partidos ni paz entre los círculos del Congreso. El triunfo y el sometimiento de los caídos producirán una quietud momentánea; pero antes de mucho renacerán las viejas divisiones, las amarguras y los quebrantos morales para el Jefe de Estado.
Sólo en la organización del gobierno popular representativo con poderes independientes y responsables y medios fáciles y expeditos para hacer efectiva la responsabilidad, habrá partidos con carácter nacional y derivados de la voluntad de los pueblos, y armonía y respeto entre los poderes fundamentales del Estado.
El régimen parlamentario ha triunfado en los campos de batalla; pero esta victoria no prevalecerá. O el estudio, el convencimiento y el patriotismo abren camino razonable y tranquilo hacia la reforma y la organización del gobierno representativo, o nuevos disturbios y dolorosas perturbaciones deberían producirse entre los mismos que han hecho la revolución unidos y que mantienen su unión para el afianzamiento del triunfo, pero que al fin concluirán por dividirse y chocarse. Estas eventualidades están, más que en la índole y el espíritu de los hombres, en la naturaleza de los principios que hoy triunfan y en la fuerza de las cosas.
Este es el destino de Chile y ojalá que las crueles experiencias del pasado y los sacrificios del presente induzcan la adopción de las reformas que hagan fructuosa la organización del nuevo Gobierno, seria y estable la constitución de los partidos políticos, libre e independiente la vida y el funcionamiento de los poderes públicos, y sosegada y activa la elaboración común del progreso de la República.
No hay que desesperar de la causa que hemos tenido ni del porvenir.
Si nuestra bandera, encarnación del gobierno del pueblo, verdaderamente republicano, ha caído plegada y ensangrentada en los campos de batalla, será levantada de nuevo en tiempo no lejano y con defensores numerosos y más afortunados que nosotros, flameará un día para honra de las instituciones chilenas y para dicha de mi patria, a la cual he amado sobre todas las cosas de la vida.
Cuando ustedes y los amigos me recuerden, crean que mi espíritu, con todos sus más delicados afectos, estará en medio de ustedes.
J.M. Balmaceda
1|Transcripción disponible en el artículo titulado “Las cartas póstumas de José Manuel Balmaceda en el centenario de una crisis” de Dina Escobar Guic y Jorge Ivulic Gómez; disponible en el libro “Dimensión histórica de Chile N°8: Balmaceda y la guerra civil de 1891” de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE). Revisado del texto original.
Reseña biográfica de Claudio Vicuña
Claudio Vicuña Guerrero (Santiago, 31 de diciembre de 1833-Santiago, 28 de febrero de 1907) fue un político y diplomático chileno, que ejerció el cargo de Ministro del Interior entre 1890 y 1891 durante el gobierno de José Manuel Balmaceda y en pleno estallido de la guerra civil chilena de 1891. Fue elegido, en julio de 1891, Presidente de la República de Chile, aunque no pudo asumir su cargo producto de la victoria opositora a Balmaceda en la guerra civil.
Biografía
Nació en santiago el 31 de diciembre de 1833, hijo de Ignacio Vicuña Aguirre y de María del Carmen Guerrero Varas. Nacido de noble estirpe, no gozó de una juventud afortunada, porque quedó huérfano y pobre.
Casado con Lucía Subercaseux Vicuña, con 9 hijos.
Estudió en el Instituto Nacional.
Militante del partido Liberal. Liberal democrático; presidente desde 1896.
Se dedicó a las actividades agrícolasFue agricultor.
Vida política y pública
Militante del partido Liberal. Liberal democrático; presidente desde 1896.
Ministro del Interior del 15 de octubre de 1890 al 7 de enero de 1891, reasume el 23 de febrero al 12 de marzo de 1891. Intendente de Valparaíso 1891. En la elección presidencial para suceder a Balmaceda fue elegido Presidente de la República, pero debido al triunfo de la revolución no pudo asumir el cargo; viajó a Europa, regresando en 1895. Consejero de Estado en 1901.
Diputado por Santiago 1876-1879.
Senador por Santiago en 1879-1885; 1888-1894; Coquimbo 1900-1906.
Falleció en Santiago el 1 de marzo de 1907.