Jean Masoliver y Kevin Tarud

Fundación Balmaceda

Recientemente Lorenza Soto, vocera de la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios (ACES) ha publicado una columna en the clinic, en la cual plantea su posición y la de su organización – aparentemente, firma como su vocera- a la hora de enfrentar el dialogo con la autoridad ministerial o con cualquier otro agente gubernamental encargado de parlamentar las salidas hacia un conflicto estudiantil, que ya enterara una década.

La ACES ha logrado constituirse con los últimos años en un actor político en el espacio público de Chile, cuyo radio de influencias busca expandirse más allá de temas concernientes al ámbito educativo, estableciendo lazos y agenda en disquisiciones contingentes a la política nacional. Su discurso histórico – y lo posee, rastrearlo es tan simple como aventurarnos a los debates en torno al “mochilazo” durante el gobierno de Ricardo Lagos y la pugna por el liderazgo secundario con el Parlamento Juvenil en esos años-, ha estado caracterizado por sostener una férrea vocación de enfrentamiento con las autoridades institucionales, en base a un comportamiento ligado a lógicas colectivistas en una noción de democracia asambleísta.

En esta misma línea, la ACES ha elaborado un relato propio donde ésta se erige como la encarnación de los valores de la igualdad, solidaridad, justicia (social), buscando, asimismo, advertir a la opinión pública de una deuda (histórica) que el Estado tendría pendiente para con sus ciudadanos: representando a los marginados (“Hoy la necesidad es generar espacios políticos autónomos que tengan la capacidad de levantar propuestas desde el pueblo, en base a los problemas que nosotros y nosotras detectamos […]. Decidimos participar y construir desde las bases, fortaleciendo la organización en las comunidades educativas y levantando la discusión territorialmente. […] reinventar la educación en Chile es parte de un fenómeno que elaboramos en la calle”), y desconfiar del poder (“Después de casi una década de movilizaciones, caracterizados por una constante represión, con portazos en la cara gobierno tras gobierno, después de que hicieron del engaño un recurso político inagotable […] ¿En qué momento comenzaron a creer que este ministro de educación iba a realizar cambios en pos de una educación que esté realmente al servicio del pueblo, de las comunidades educativas, de las familias chilenas? […] Se disfrazan con “guiños”, supuestamente hay voluntad para cambiar las cosas, pero las palizas en las movilizaciones no las para nadie. […] El epicentro nunca ha estado en las oficinas del Poder”).

Dado lo anterior, se puede observar que el principal aliciente que posee la ACES para mantenerse en el tiempo como una entidad política, ha sido su constante voluntad de excluirse y marginarse de los espacios de interlocución con el poder. Esto quiere decir que la condición marginal de esta colectividad es el factor que aglutina sus esfuerzos. Si la marginalidad y la oposición les son consustanciales a su dinámica interna, cualquier intento de diálogo con la institución implicaría pervertir su esencia. De ahí que la ACES no se sienta a dialogar en instancias participativas con el gobierno, denotando, asimismo, un discurso de autoproclamación como paladines de la justicia social y, al mismo tiempo, los inquisidores de la maquinaria gubernativa. Estas dos aristas han sido la constante de su desempeño comunicacional a lo largo de su historia.

Lo anterior pone de manifiesto una paradoja de tres vértices: 1) precisan de la marginalidad para corporizarse como entidad política; 2) abogan por la inclusión de aquellos grupos sociales que están marginados; y 3) desconfían de cualquier intento por parte de la autoridad de efectuar aquello por lo que abogan. Si uno de esos tres vértices se resuelve, la ACES perdería sentido y tendería a disolverse.

Considerando lo anterior, si la ACES es una institución con esa paradoja latente, que la hace parecer interdicta ante los asuntos de lo público, podemos preguntarnos si vale la pena, por parte de las ‘oficinas del poder’, intentar concitar su aquiescencia, y si acaso esta organización es suficientemente responsable para aportar a la vida pública.

Respecto a lo primero, nos percatamos de que la ACES no puede ser un interlocutor válido para la solución del problema educacional en Chile. Su propio accionar histórico, además de la columna antes citada, son pruebas de ello. Además, los presupuestos básicos de una democracia suponen que la realidad social se construye mediante el aporte y la colaboración de todos sus miembros, en su calidad de individuos libres y responsables. La ACES pretende instalar un discurso absoluto —presunto de una verdad suprema— y, por lo tanto, antidemocrático.

Y respecto a lo segundo, si recordamos la interpelación al ciudadano que hace Kant en su ensayo “Was ist Aufklärung?”, nos percatamos de la necesidad de ser responsable ante las vicisitudes de la construcción social de lo público. A esto Kant lo llamó la mayoría de edad, la etapa en la que el hombre deja atrás su culpable incapacidad y se atreve a pensar: Sapere Aude!  La ACES, en su accionar político, ha demostrado una flagrante adolescencia al no abandonar su papel de víctimas en el concierto sociopolítico nacional, siempre haciendo referencia a un determinismo histórico que le juega en contra: la paradoja se hace visible. De esta manera, están imposibilitados para hacerse parte del debate público en las claves ilustradas modernas. Lo que es cierto es que la ACES, si es víctima de algo, es de su propia utopía política.