Para mediados del mes de septiembre de 1891, las represalias contra los balmacedistas estaban a la orden del día, y el caos en que se había sumido la ciudad en días anteriores, fue poco a poco calmándose, gracias principalmente a la represión brutal impuesta por las tropas congresistas en conjunto con los grupos de bandas armadas municipales, las cuales con el fin de escarmentar a los detenidos volvieron a imponer formas de castigo con elementos de tortura, tales como los azotes. Ante tal situación, y en vista de que las garantías mínimas para ser juzgado estaban siendo absolutamente violadas por los revolucionarios, el presidente Balmaceda, que en un principio había decidido entregarse a sus vencedores con el fin de calmar los ánimos, retrotrae su decisión al vislumbrar que solo buscan deshacerse de él y su familia de la manera más onerosa posible. El presidente, claro está, no les iba a dar ese privilegio y pensó la mejor manera de evitar el ensañamiento a su persona, pero también cuidar y proteger a su familia. La elección estaba hecha. Había que dejar de existir.

Tomada la decisión, el presidente comienza a despedirse, escribe cartas a sus seres queridos y amigos, con un objetivo doble: hacer entender que tanto su familia como sus amigos están al nivel del amor que él siente por su país y que la decisión de irse se sustenta en el mismo afecto que le aprecia cada uno de ellos. En una sentida carta a Emilia de Toro, su querida esposa, leemos lo siguiente:

“Vivan con modestia, sin lujo, pero con decencia. Sean económicos y conserven lo que tengan; también toda la servidumbre redúzcanla a lo estrictamente necesario y escójanla con cuidado. (…) Conserven siempre la amistad y gratitud para todos los que me sirvieron. (…) Es necesario consagrarse por completo a la educación práctica, religiosa y modo de ser de los hijos. Que todos sean buenos cristianos. Que obren siempre con moderación y no ofendan, ni hablen mal de nadie. Que olviden las ofensas de mis enemigos. (…) Que cuide del honor histórico de lo que junto hemos hecho. (…)  Sin agitación y sin quebranto político, tendrán, al fin, la felicidad de que han carecido siempre por esta causa”.

Como podemos ver, el presidente incluso en sus últimos momentos no abandona sus sentimientos de búsqueda de la concordia, diciéndole a su esposa que en la crianza de los hijos se evite el crecimiento del odio en sus corazones contra aquellos que lo llevaron a tomar este camino. Pero, también presenta la necesidad de mantener siempre la decencia, a no ser amigos de la pompa y el boato, que siempre mantengan la amistad y la cercanía de aquellos que siempre fueron colaboradores y amigos. Y finalmente, que el legado de los seis años de gobierno y el intento por hacer desarrollar y progresar a Chile que quede siempre en el recuerdo de ellos, que lo lleven con orgullo y lo promuevan y lo difundan a pesar de tanta violencia. Solo después de pasado unos años, con las agitaciones ya en calma se podría concretar aquella felicidad y tranquilidad que la familia tanto ha sufrido por defender la causa del presidente democráticamente electo.

Había llegado el día definitivo. Las amenazas de los revolucionarios cada vez están más cerca de sus amigos y se acercan a la Legación argentina. Es el último día de su mandato, otro debía tomar la posta de la presidencia. Pero, no antes de exponer y defender su causa, el presidente Balmaceda no solo entregaría su cargo, sino también su vida en sacrificio de sus ideales.

Para saber más:

  • Dina Escobar y Jorge Ivulic.  “Las cartas póstumas de Balmaceda en el centenario de una crisis”. En Dimensión Histórica de Chile. n° 8. 1991. p. 83-102.
  • Nabuco, J. (1914) Balmaceda. Santiago: Imprenta Universitaria
  • Ortega, L (1993) La Guerra Civil de 1891: 100 años hoy. Santiago: Universidad de Santiago.
  • Rodríguez, M., E.,  (1899) Últimos días de la administración Balmaceda Santiago: Imprenta y librería del centro editorial La Prensa